Un día cualquiera, me planté en un bar de toda la vida. Barra metálica, camarero de los que te llaman reina o chata, ruido de platos, y yo con toda la dignidad de mis 50 encima.
Pedí un café.
Bueno, eso intenté.
Porque el camarero pasó por delante de mí tres veces. Tres. Atendió a dos chicos que llegaron después, saludó efusivamente a una veinteañera con coleta, y cuando por fin se dignó a mirarme, me preguntó: “¿Qué quería la señora?”
La señora.
La invisible.
La que había estado allí todo el rato sin que nadie la viera.
No es el bar, es el mundo
Ese día me di cuenta de que no era solo un bar.
Era también:
- El dependiente de la tienda que le sonríe a mi sobrina y me ignora.
- El compañero de oficina que consulta la opinión de todos menos la mía.
- El anuncio de la tele que decide que mi único interés vital es una crema antiedad con colágeno de unicornio.
La invisibilidad se convierte en una especie de nueva condición social cuando cumples 50.
No importa lo que digas, lleves o pienses. De repente, parece que estás en un segundo plano, como un extra en la película de tu propia vida.
El doble rasero
Eso sí:
- Para venderme suplementos de colágeno, cremas de 200€ o dietas milagro, ahí me ven perfectamente.
- Pero para servirme un café en un bar… soy un holograma.
Es curioso: invisible para lo que me gusta, hiper-visibilizada para lo que les interesa.
Moraleja cabreada
Ese día no me tragué el café de golpe, no.
Me tragué la certeza de que, si no hacemos ruido, el mundo seguirá tratándonos como humo.
Así que decidí que, la próxima vez que entre en un bar, si el camarero no me mira, haré más ruido que la cafetera a las ocho de la mañana.
Porque la edad no nos borra.
Nos cabrea.
Y yo, en ese bar, me volví invisible… pero solo por un rato.